El diez de noviembre pasado, César Chávez no pudo soportar más la vida.
No lo traté mucho. Saludamos pocas veces. De una de ellas tengo un recuerdo agradable, si no entrañable: pasé un día entero en el Centro Cultural Benjamín Carrión grabando un episodio de aquella añorada serie de programas culturales que, como muchas otras cosas de aquel tiempo, la estulticia neoliberal suspendió para siempre, y que se llamó Expresarte. Durante una mañana me hicieron algunas tomas para el episodio, en donde se mezclaban, de un modo un tanto bizarro (y nunca supe por qué) los payasos de los buses, la música rockolera y mi novela Salvo el calvario. En las pausas, conversamos de libros, de estudios, de la enseñanza en colegios, del trabajo. Me mostró la biblioteca, me preguntó sobre mi experiencia docente y sobre mi libro...
Fue la única vez. No pude cultivar con él una amistad estrecha. Luego, en eventos del Centro Cultural Benjamín Carrión, su casa, topábamos eventualmente. Siempre saludábamos. La última vez fue en alguna presentación de libro post-pandémica, en donde, como siempre, nos sonreímos, acercamos nuestras mejillas enmascaradas la una a la otra, y nos preguntamos por nuestros respectivos estados. No sabía que era la última vez. Quizás él tampoco.
Ahora que se ha ido y ya no podremos estrechar más nuestros lazos, miro las lamentaciones en redes sociales. Todas, absolutamente todas, hablan de su amor por los libros, de sus dotes literarias, de su inteligencia, y más que nada de su generosidad, de su amistad, de su bondad, de su apertura, de su luz interior. Y yo, que no lo conocí tanto y que sin embargo doy fe, por esa mañana compartida, de una gran amabilidad y de un talante sereno y cordial, me pregunto, dolida, ¿sabría él de todos esos tesoros que anidaban entre los recovecos de su alma? ¿Alguien se los habría mencionado, reflejado, validado, en fin, en este mundo y en este país en donde el que no arrancha la vida a los demás corre por la suya propia sin que nada más le importe?
Lo que pasó, pasó, y lo que se ve es lo que hay, como dicen en España. Pero tal vez si a César le hubiera llegado en vida toda esta retroalimentación de su calidad humana, el momento de la decisión fatal no habría sido tan oscuro, e incluso -fantaseo- se lo habría pensado mejor. Y me pregunto por qué callamos tanto los afectos. Por qué nos aguantamos los elogios sinceros y sentidos, y sobre todo, por qué evadimos tanto esa maravilla de la comunicación humana que es la alabanza descriptiva para quienes no solo la merecen, sino que además la necesitan.
No quiero sembrar culpas, y no lo digo para nadie más que para mí. Pero siento que es muy importante saber manifestar el afecto a tiempo. Y sobre todo validar las cualidades de los demás con gratitud y sinceridad. Sin miedo a la cursilería. Me parece que en esto es preferible pecar por exceso que por defecto.
Querido César, ojalá que en donde esté su alma ya haya trascendido de todos los dolores que enturbiaron su vida. Y sobre todo, ojalá esté recibiendo el premio a lo que dio desinteresadamente, quizá olvidándose de usted mismo. No pude ser su amiga, como tantos otros que hoy lo lloran tanto y tan sinceramente, añorando todo lo de bueno y generoso que usted les dio, pero le agradezco aquella agradable mañana compartida, y sobre todo la lección de vida. Buen viaje, paz y luz para su alma, y que si existe un más allá en donde usted está, encuentre libros y amigos, tranquilidad y amor.