martes, 4 de junio de 2013

lo más difícil: comenzar por uno mismo

Tal parecería que los seres humanos nos caracterizamos por estar pendientes de nuestros congéneres, y más que nada en sus actitudes negativas.
Sabemos, por ejemplo, todo lo que hacen mal. 
Sabemos en qué se equivocan. 
Sabemos cuándo hicieron algo 'contra mí', aunque ni ellos mismos se hayan dado cuenta. 
Sabemos exactamente lo que quisieron decir cuando ellos pensaban que estaban diciendo (y queriendo decir) otra cosa. 
Sabemos lo que tendrían que haber hecho, cuándo y cómo. Así lo habríamos hecho nosotros, de habérnoslo permitido.
Sabemos exactamente cómo tienen que actuar todas las autoridades a cuyo cargo estamos, comenzando por la autoridad paterna o materna de nuestro hogar y terminando por la autoridad del país. 
Hay gente que, incluso, sabe cómo tendría que obrar Dios. O sea, creen en Él, pero no están seguros de que dé la talla para la majestad del cargo que ostenta.
Esto nos permite básicamente dos cosas:
  1. Sentirnos que somos muy buenos o muy buenas, inteligentes además... 
  2. No hacer nada para cambiar, después de todo, no lo necesitamos. Los que tienen que cambiar son los demás. 
Es una actitud muy irreal, y perniciosa, además, pues en este mundo, si cada uno supiera lo que tiene que hacer y lo hiciera, las cosas de seguro cambiarían para bien. 
Por eso, tal vez es conveniente preguntarme qué hago mal.
Saber en qué me equivoqué.
Saber cuándo mis acciones están más destinadas a hacer daño a alguien antes que a otro loable fin que pretendo poner por delante.
Saber que si alguien dice algo eso es todo lo que está diciendo, y revisar mis intenciones y mis palabras antes de emitirlas. 
Saber bien lo que tengo que hacer.
Y hacerlo.